
Sobre impuntualides, sobre retrasos, sobre oportunidades perdidas, sobre lágrimas absurdas vertidas cuando el interesado está de espaldas a la realidad...
Esta es la historia de un tren que salía a las 7, me esperaba hasta las 7:30 y yo llegué a las 8. Cuando llegué al andén todavía quedaba su olor, como desvaneciéndose, de tristeza por mi retraso voluntario, y no tuve más remedio que abrazarme a las vias y sentirme invadido por el recuerdo, aspirando esas últimas moléculas que revivian tu olor, que me hacían pensar que te abrazaba a ti. Y desesperado, empecé a andar por la vía, siguiendo tu rastro, a velocidad de tortuga, sabedor de que has llegado a otra estación y has conocido a otros viajeros errantes, pero a cada paso, mi mente es invadida por la historia de nuestro viaje.
Quemamos nuestros corazones, arrasamos la ciudad, no había un solo rincón donde no nos jurásemos un sábado más, una historia que no sabíamos si estaba muerta o simplemente por inventar, y fué así como nos fundimos entre promesas que no se dicen, secretos que se transmiten con la lengua, pero no hablando, y cuando nos quisimos dar cuenta, amanecimos juntos, asomados a una ventana pequeña, contemplando la enorme Madrid, cualquier lugar nos cabía en aquella cama de 90...
Quiso la noche engañarme, prometiéndome que el tren que llega a tu eternidad me estaría esperando siempre, y yo me dejé llevar, por esos lugares de la galaxia, donde las princesas son de cartón y su corazón está dibujado con un rotulador rojo, donde los besos saben a latex y el amor es suministrado artificialmente en pequeñas dosis, todos los jueves a partir de las 23:00.
Y continúo, caminando perdido, por si encontrase, si acaso, el lugar donde tus besos están guardados bajo llaves, o si no, me conformo, con un lugar donde olvidar que las vías son confusas y te entregaste a los besos de un viajero con guía de viaje.